Por: Gustavo Boldrini P.
Llueve torrencialmente sobre el río Cautín. La lluvia rasga el paisaje con azules y la espuma salta furiosa cuando el agua choca contra las rocas o el viento tempestuoso. Un hombre alto, de poncho, que mira río arriba, corre a gran velocidad hacia la ribera cuando ve que algo flota, como en un naufragio. Es un gran tronco.
Pero no es cualquier tronco, sino uno que tiene muescas, relieves tallados. Es un objeto hermoso, valioso quizás, que salta, se hunde, se alza en el agua como si fuese el mástil o la proa de un velero que lucha.
El hombre alto se lanza al río. Las olas lo envuelven y, porfiado, logra nadar hacia el tronco. Se abraza a él y comienza a sufrir el arrastre y los embates del agua. Semiahogado, espera guiarlo hacia la orilla. Lo consigue más abajo, en Ragñinleufú, lugar en donde el río se ensancha y permite que el pie se asiente.
En la orilla mira en detalle lo que creía era un tótem, cuando en realidad es un rewe mapuche, aquella escalera descomunal por la que la machi asciende para comunicarse con los espíritus. Se emociona, pues desde que había llegado a la Araucanía ama las manifestaciones de esa cultura, queriendo fusionarse a ella. Si hasta se casó con la hija de un lonco.
Al día siguiente, cuando entierra el rewe en el jardín de su casa, no sabe que, según la costumbre, al morir un machi, se arroja su rewe al río para que navegando llegue al mar, que es la antesala del cielo, el wenumapu. Pero no, Luis Alfredo Aravena lo había atajado y se lo llevó a su casa como si fuese una pelota de fútbol.
¿UN WHISKICITO, PROFESOR?
Este relato lo escuché en plena Araucanía, en la confluencia del río Cautín con el Boroa. Con el arquitecto Julio Cayuqueo habíamos ido a la inauguración del Centro Médico Interétnico Filulawén, cerca de Almagro, en 2013. Julio proyectó la obra y yo confeccioné su gran puerta, que llevaba por incrustes dos arcos de madera blanca, cruzando su superficie.
Terminada la ceremonia, cuando los peñis servían el vino y ponían las presas de cordero sobre el disco, algunos nos sentamos bajo los árboles, frente a la entrada del Centro Médico. Yo lo hice al lado de un hombrón (1,90 mts) muy elegante, que saludaba a todos y era notorio el respeto y afecto que los asistentes sentían por él. Además, era un momento muy solemne e importante para la comunidad mapuche presente: era el primer Centro Médico Interétnico que se inauguraba en el país, en el que se atendería a los pacientes con medicina tradicional mapuche además de la medicina alópata acostumbrada.
De repente, entre mis manos sentí un pequeño vasito. El hombre grande, mientras guardaba una tremenda botella “etiqueta negra” entre sus ropas, me lo pasó diciendo: “¿un whiskicito profesor?”; por supuesto dije. Y ahí comenzó una tarde y una conversación maravillosa, pues lo que se hablaba nada tenía que ver con cosas que yo conociera, y todo era de una profunda cercanía.
En un momento de silencio, el hombre grande, mirando la puerta que yo había carpintereado, me preguntó: “¿y esas varillitas blancas, profesor”? “Son de madera de tebo, las corté en el cerro La Campanita de Quillota”, le contesté. El hombre se echó atrás y me miró con el rostro encendido, lleno de alegría. “¡De Quillota! Uhhh, profesor… ¡Yo fui arquero del San Luis!”, dijo, como explotando de júbilo. Ahí fue cuando comenzamos cantar a duo: “Oh, Quillota linda joya… chi chirimoya ya ya ya / Para ti canta mi alma criolla Chi Chirimoya el San Luis”.
Y que me perdonen Pancho Manzo y Miguel Núñez, que sí saben de fútbol. La cosa es que yo, sin haber estado nunca en un estadio ni haber visto un partido, escuché, durante toda una tarde, a Luis Alfredo Aravena contándome su maravillosa vida. Y me encantó.
Supe que había sido el Carpintero Mayor de esa obra que inaugurábamos. Que alguna vez, el año 1979, tras su término como jugador profesional en el Green Cross de Temuco, no se fue de la ciudad. Allí, en la zona, formó equipos y se hizo entrenador de varios. Su amor a lo mapuche y al deporte amateur lo hicieron quedarse en la zona para siempre.
EL ZAPATO VOLADOR
En la década de 1970 Luis Alfredo Aravena se formó en Rangers de Talca, su ciudad natal. En el 72 debutó en Independiente de Cauquenes. Luego saltó a Santiago Wanderers. En 1975 estuvo en San Luis de Quillota. Más tarde, en 1976-77, nuevamente en Rangers para terminar en 1979 en la primera de Green Cross de Temuco.
Pero, en realidad, nada terminó, pues Aravena es el animador futbolístico de todo el territorio que va desde Temuco hasta Puerto Saavedra; entrenador de arqueros y gran descubridor de jugadores. Por ejemplo, de Perrito Canío, futbolista mapuche que en ese tiempo (cuando lo conocí) jugaba en Cobreloa y que pasó por Universidad de Chile y Colo Colo. “¿Otro whiskycito, profesor?”.
Recién entonces me contó el relato de cómo atajó el rewe que venía río abajo y de su amor por lo mapuche. Entre varios whiskies Aravena me narró parte de su vida valiente y tan diversa. De los cocidos de conejos, patos silvestres y codornices que ofrecía en su negocio…, cuando no está entrenando a jóvenes futbolistas rurales.
De repente, decía palabras en inglés. “¡Take it easy!”, le dijo a un peñi que insistía en que comiéramos unas criadillas de cordero. Rememoraba ciudades lejanas –Lieja, Bruselas…– y se quedó agradecido mirando la fronda del canelo, como si estuviese viajando. El “cura” Aravena, como le decían en Quillota, ya venía de vuelta del mundo. Ahora quedaba la leyenda…
Un peñi me contó que cuando a la Presidenta Bachelet se le salió el zapato al dar el puntapié inicial que inauguraba el Estadio Germán Becker de Temuco, fue Aravena, tan arquero, quien lo peloteó en el aire y con un suave pase magistral se lo devolvió a la Mandataria. Vaya uno a saber. Otros dicen que el zapato lo recogió un político de Carahue. Así, desde confusiones y el cariño de los que conocen a los protagonistas, comienzan las leyendas. La de Aravena Bravo es hermosa.